Yo sonreía cada vez
que confesaba que hacía trampas y se hacía la dormida para que le llevara en
brazos a la cama. No me importaba porque yo hacía lo mismo guardando mis ases
en sus bragas.
Todas las mañanas bailábamos desnudos sobre los mismos acordes, desayunábamos y nos despedíamos
como si no fuéramos a vernos nunca más.
Yo miraba sus fotos
como quien admira un cuadro, intentando encontrarle millones de significados.
Ella sólo podía esperar a que llegase la noche para volver a hacerse la
dormida.
Llegaba a casa y antes
de preparar la cena apartaba todos los muebles para que pudiéramos volver a
bailar desnudos y acabar como acaban las mejores historias, con dos cuerpos
separados por una misma piel.
Había puesto la mesa,
preparado mi mejor plato, la cama estaba deshecha y le esperaba con mi mejor
sonrisa, sabiendo que no iba a detenerse en nada y se daría cuenta al día
siguiente por la mañana. Pero a mí sólo me bastaba con que la música nunca
terminara y no dejáramos de bailar.
Cada día los bailes
eran más cortos y cada noche ella entraba en casa dando importancia sólo a que
le esperara desnudo, por eso ya no me molestaba en preparar nada.
Creía que seríamos
eternos pero ella ya sabía el final de la obra y que el público se pondría en
pie y aplaudiría hasta que les dolieran las manos.
Nos dieron a elegir
entre morir o matar y elegimos morir matándonos.
Esa noche ella me
esperaba con su mejor vestido, tan guapa que nadie podría esperar ese final. No
se lo digáis a nadie, pero yo llevaba unas copas de más y sus abrazos de menos,
y allí estaba, esperando para jugarme sus besos a doble o nada.
Pero se paró la
música.
Desde siempre supe que
las únicas madrugadas que pasan a la historia son en las que muere alguien
fusilado; por eso, consciente de mi final, puse en sus manos mi poesía,
cargada, para que disparara a bocajarro todos esos versos que eran más suyos
que míos y acabara conmigo como sólo ella sabía hacerlo, con los ojos cerrados
y las piernas abiertas.
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