Y no es que te eche de menos, es que te odio.
Odio tus ojos,
que tantas veces me callaron.
Tus labios,
que hicieron que me creyera invencible y pude sentirme el dueño de tus besos aunque solo fuera por un momento.
Esas manos
con las que te desnudabas y no dejabas que fuera yo quien lo hiciera, como si tuvieras miedo a que te desnudara demasiado lento y nos amaneciera demasiado pronto.
Tus piernas
que tantos complejos guardaban.
Tus pechos
y su sudor que hacían de refugio en mis largos inviernos.
Tu risa
como único preliminar.
Tu espalda
que hacía creer en el amor a cualquier prostituta.
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